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Lunes 3 de Noviembre de 2025.

  • daniela0780
  • 3 nov
  • 7 Min. de lectura

Josue 14 (RVR1960) Patriarcas y Profetas



Canaán repartida por suerte

1 Esto, pues, es lo que los hijos de Israel tomaron por heredad en la tierra de Canaán, lo cual les repartieron el sacerdote Eleazar, Josué hijo de Nun, y los cabezas de los padres de las tribus de los hijos de Israel. 2 Por suerte se les dio su heredad, como Jehová había mandado a Moisés que se diera a las nueve tribus y a la media tribu. 3 Porque a las dos tribus y a la media tribu les había dado Moisés heredad al otro lado del Jordán; mas a los levitas no les dio heredad entre ellos. 4 Porque los hijos de José fueron dos tribus, Manasés y Efraín; y no dieron parte a los levitas en la tierra sino ciudades en que morasen, con los ejidos de ellas para sus ganados y rebaños. 5 De la manera que Jehová lo había mandado a Moisés, así lo hicieron los hijos de Israel en el repartimiento de la tierra.


Caleb recibe Hebrón

6 Y los hijos de Judá vinieron a Josué en Gilgal; y Caleb, hijo de Jefone cenezeo, le dijo: Tú sabes lo que Jehová dijo a Moisés, varón de Dios, en Cades-barnea, tocante a mí y a ti. 7 Yo era de edad de cuarenta años cuando Moisés siervo de Jehová me envió de Cades-barnea a reconocer la tierra; y yo le traje noticias como lo sentía en mi corazón. 8 Y mis hermanos, los que habían subido conmigo, hicieron desfallecer el corazón del pueblo; pero yo cumplí siguiendo a Jehová mi Dios. 9 Entonces Moisés juró diciendo: Ciertamente la tierra que holló tu pie será para ti, y para tus hijos en herencia perpetua, por cuanto cumpliste siguiendo a Jehová mi Dios. 10 Ahora bien, Jehová me ha hecho vivir, como él dijo, estos cuarenta y cinco años, desde el tiempo que Jehová habló estas palabras a Moisés, cuando Israel andaba por el desierto; y ahora, he aquí, hoy soy de edad de ochenta y cinco años. 11 Todavía estoy tan fuerte como el día que Moisés me envió; cual era mi fuerza entonces, tal es ahora mi fuerza para la guerra, y para salir y para entrar. 12 Dame, pues, ahora este monte, del cual habló Jehová aquel día; porque tú oíste en aquel día que los anaceos están allí, y que hay ciudades grandes y fortificadas. Quizá Jehová estará conmigo, y los echaré, como Jehová ha dicho.


13 Josué entonces le bendijo, y dio a Caleb hijo de Jefone a Hebrón por heredad. 14 Por tanto, Hebrón vino a ser heredad de Caleb hijo de Jefone cenezeo, hasta hoy, por cuanto había seguido cumplidamente a Jehová Dios de Israel. 15 Mas el nombre de Hebrón fue antes Quiriat-arba; porque Arba fue un hombre grande entre los anaceos. Y la tierra descansó de la guerra.


Comentario del Capitulo



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Capítulo 38 El viaje alrededor de Edom


Es importante creer en la palabra de Dios y actuar de acuerdo a ella en seguida, mientras los ángeles están esperando para trabajar en nuestro favor. Los ángeles malos están siempre listos para impedir todo paso hacia adelante. Y cuando la providencia de Dios manda a sus hijos que avancen, cuando él está dispuesto a hacer grandes cosas para ellos, Satanás los tienta a que desagraden al Señor por su vacilación y tardanza; trata de encender un espíritu de contienda y de despertar murmuraciones o incredulidad, a fin de privarlos de las bendiciones que Dios desea otorgarles. Los siervos de Dios deben ser como milicianos, siempre dispuestos a avanzar tan pronto como su providencia les abra el camino. Cualquier tardanza que haya de su parte da tiempo a que Satanás obre para derrotarlos.


En las instrucciones que se le dieron primeramente a Moisés tocante al paso de los israelitas por Edom, después de declarar que los edomitas les tendrían temor, el Señor prohibió a su pueblo que se valiera de esta ventaja. No debían los hebreos saquear a Edom por el hecho de que los favorecía el poder de Dios y de que los temores de los edomitas hacían de ellos una presa fácil. El mandamiento que se les dio fue: “Cuando paséis por el territorio de vuestros hermanos, los hijos de Esaú, que habitan en Seir, ellos tendrán miedo de vosotros; pero vosotros tened mucho cuidado. No os metáis con ellos, pues no os daré de su tierra ni aun lo que cubre la planta de un pie, porque yo he dado como heredad a Esaú los montes de Seir”. Deuteronomio 2:4, 5. Los edomitas eran descendientes de Abraham e Isaac, y por amor a estos siervos suyos, Dios había sido favorable a los hijos de Esaú. Les había dado el monte de Seír como posesión, y no se los había de perturbar a menos que por sus pecados se colocaran fuera del alcance de su misericordia. Los hebreos habían de desposeer y destruir totalmente a los habitantes de Canaán, que habían colmado la medida de sus iniquidades; pero los edomitas vivían todavía su tiempo de gracia, por lo cual debían ser tratados misericordiosamente. Dios se complace en la misericordia y manifiesta su compasión antes de aplicar sus juicios. Enseñó a los israelitas a pasar sin hacer daño a Edom, antes de exigirles que destruyeran a los habitantes de Canaán.


Los antepasados de Edom y de Israel eran hermanos, y debió reinar entre ellos la bondad y la cortesía fraternal. Se les prohibió a los israelitas que vengaran entonces o en cualquier momento futuro, la afrenta que se les había hecho al negarles el paso por la tierra. No debían contar con poseer alguna parte de la tierra de Edom. Aunque los israelitas eran el pueblo escogido y favorecido de Dios, debían obedecer todas las restricciones que él les imponía. Dios les había prometido una buena herencia; pero no habían de creer por eso que ellos eran los únicos que tenían derechos en la tierra, ni tratar de expulsar a todos los demás. Se les ordenó que al tratar con los edomitas no fueran injustos. Habían de comerciar con ellos, comprarles lo que necesitaran y pagar puntualmente por todo lo que recibieran. Como aliciente para que Israel confiara en Dios y obedeciera a su palabra, se le recordó: “Jehová tu Dios te ha bendecido en toda obra de tus manos, [...] y sin que nada te haya faltado”. Deuteronomio 2:7. Israel no dependía de los edomitas, pues tenía un Dios rico y abundante en recursos. Nada debía procurar de ellos por la fuerza o el fraude, sino que más bien en todas sus relaciones debía poner en práctica este principio de la ley divina: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.


Si los hebreos hubieran cruzado Edom como Dios se había propuesto, su paso habría resultado en una bendición, no solo para ellos, sino también para los habitantes de la tierra; pues les habría permitido conocer al pueblo de Dios y su culto, y ver cómo el Dios de Jacob había prosperado a los que lo amaban y lo temían. Pero la incredulidad de Israel había impedido todo esto. Dios le había dado al pueblo agua en contestación a sus clamores, pero hubo de dejar que de su incredulidad proviniera su castigo. Nuevamente debían cruzar el desierto y saciar su sed en la fuente milagrosa que no habrían necesitado más si tan solo hubieran confiado en él.


Las huestes de Israel se encaminaron, pues, nuevamente hacia el sur por tierras estériles, que les parecían aún más áridas después de haber obtenido vislumbres de los campos verdes entre las colinas y los valles de Edom. En la sierra que domina este sombrío desierto, se levanta el monte Hor, en cuya cima había de morir y ser sepultado Aarón. Cuando los israelitas llegaron a este monte, recibió Moisés la siguiente orden divina: “Toma a Aarón y a Eleazar, su hijo, y hazlos subir al monte Hor; desnuda a Aarón de sus vestiduras y viste con ellas a Eleazar, su hijo, porque Aarón será reunido a su pueblo, y allí morirá”. Números 20:22-29.


Juntos los dos ancianos, acompañados del hombre más joven, ascendieron trabajosamente a la cumbre del monte. La cabeza de Moisés y de Aarón estaban ya blancas con la nieve de ciento veinte inviernos. Su vida larga y llena de acontecimientos se había distinguido por las prueba más profundas y los mayores honores que jamás le hayan tocado en suerte a ser humano alguno. Eran hombres de gran capacidad natural, y todas sus facultades habían sido desarrolladas, exaltadas y dignificadas por su comunión constante con el Infinito. Habían dedicado toda su vida a trabajar desinteresadamente para Dios y sus semejantes; sus semblantes daban evidencia de mucho poder intelectual, firmeza, nobleza de propósitos y fuertes afectos.


Durante muchos años, Moisés y Aarón habían caminado juntos, ayudándose mutuamente en sus cuidados y en sus labores. Juntos habían arrostrado innumerables peligros, y habían compartido la bendición de Dios; pero ya había llegado la hora en que debían separarse. Marchaban lentamente, pues cada momento que pasaban en su compañía mutua les resultaba sumamente precioso. El ascenso era escarpado y penoso; y durante sus frecuentes paradas para descansar, conversaban en perfecta comunión acerca del pasado y del futuro. Ante ellos, hasta donde se perdía la vista, se extendía el escenario de su peregrinación por el desierto. Abajo, en la llanura, acampaban los vastos ejércitos de Israel, a los cuales estos hombres escogidos habían dedicado la mejor parte de su vida; por cuyo bienestar habían sentido tan profundo interés y habían hecho tan grandes sacrificios. En algún sitio más allá de las montañas de Edom, estaba la senda que conducía a la tierra prometida, aquella tierra de cuyas bendiciones Moisés y Aarón no gozarían. Ningún sentimiento rebelde había en su corazón. Ninguna murmuración salió de sus labios, aunque una tristeza solemne embargó sus semblantes cuando recordaron lo que les impedía llegar a la herencia de sus padres.


La obra de Aarón en favor de Israel había terminado. Cuarenta años antes, a la edad de ochenta y tres años, Dios lo había llamado para que se uniera a Moisés en su grande e importante misión. Había cooperado con su hermano en la obra de sacar a los hijos de Israel de Egipto. Había sostenido las manos del gran jefe cuando los ejércitos hebreos luchaban denodadamente con Amalec. Se le había permitido ascender al monte Sinaí, aproximarse a la presencia de Dios y contemplar la divina gloria. El Señor había conferido el sacerdocio a la familia de Aarón, y lo había honrado con la santa consagración de sumo sacerdote. Lo había mantenido en su santo cargo mediante las pavorosas manifestaciones del juicio divino en la destrucción de Coré y su grupo. Gracias a la intercesión de Aarón se detuvo la plaga. Cuando sus dos hijos fueron muertos por haber desacatado el expreso mandamiento de Dios, él no se rebeló ni siquiera murmuró. No obstante, la foja de servicios de su vida noble había sido manchada. Aarón cometió un grave pecado cuando cedió a los clamores del pueblo e hizo el becerro de oro en el Sinaí; y otra vez cuando se unió a María en un arrebato de envidia y murmuración contra Moisés. Y junto con Moisés ofendió al Señor en Cades cuando violaron la orden de hablar a la roca para que diera agua.








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