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Miércoles 5 de Noviembre de 2025.

  • daniela0780
  • 5 nov
  • 5 Min. de lectura

Josue 16 (RVR1960) Patriarcas y Profetas



Territorio de Efraín y de Manasés

1 Tocó en suerte a los hijos de José desde el Jordán de Jericó hasta las aguas de Jericó hacia el oriente, hacia el desierto que sube de Jericó por las montañas de Bet-el. 2 Y de Bet-el sale a Luz, y pasa a lo largo del territorio de los arquitas hasta Atarot, 3 y baja hacia el occidente al territorio de los jafletitas, hasta el límite de Bet-horón la de abajo, y hasta Gezer; y sale al mar.


4 Recibieron, pues, su heredad los hijos de José, Manasés y Efraín.


5 Y en cuanto al territorio de los hijos de Efraín por sus familias, el límite de su heredad al lado del oriente fue desde Atarot-adar hasta Bet-horón la de arriba. 6 Continúa el límite hasta el mar, y hasta Micmetat al norte, y da vuelta hacia el oriente hasta Taanat-silo, y de aquí pasa a Janoa. 7 De Janoa desciende a Atarot y a Naarat, y toca Jericó y sale al Jordán. 8 Y de Tapúa se vuelve hacia el mar, al arroyo de Caná, y sale al mar. Esta es la heredad de la tribu de los hijos de Efraín por sus familias. 9 Hubo también ciudades que se apartaron para los hijos de Efraín en medio de la heredad de los hijos de Manasés, todas ciudades con sus aldeas. 10 Pero no arrojaron al cananeo que habitaba en Gezer; antes quedó el cananeo en medio de Efraín, hasta hoy, y fue tributario.


Comentario del Capitulo



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Capítulo 38 El viaje alrededor de Edom


Mientras continuaban su viaje hacia el sur, pasaron por un valle ardiente y arenoso, sin sombra ni vegetación. El camino parecía largo y trabajoso, y sufrían de cansancio y de sed. Nuevamente no pudieron soportar la prueba de su fe y paciencia. Al pensar a todas horas solo en la fase triste y tenebrosa de cuanto experimentaban, se fueron separando más y más de Dios. Perdieron de vista el hecho de que si no hubieran murmurado cuando el agua dejó de fluir en Cades, Dios les habría evitado el viaje alrededor de Edom. Dios les deseaba cosas mejores. Debieron haber llenado su corazón de gratitud hacia él porque les había infligido tan ligero castigo por su pecado. En vez de hacerlo, se jactaron diciendo que si Dios y Moisés no hubiesen intervenido, ahora estarían en posesión de la tierra prometida. Después de acarrearse dificultades que les hicieron la suerte mucho más difícil de lo que Dios se había propuesto, lo culparon a él de todas sus desgracias. Sintieron amargura con respecto al trato de Dios con ellos, y por último, sintieron descontento por todo. Egipto les parecía más halagüeño y deseable que la libertad y la tierra a la cual Dios les conducía.


Cuando los israelitas daban rienda suelta a su espíritu de descontento, llegaban hasta encontrar faltas en las mismas bendiciones que recibían: “Y comenzó a hablar contra Dios y contra Moisés: “¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para que muramos en este desierto? Pues no hay pan ni agua, y estamos cansados de este pan tan liviano””. Números 21:5.


Moisés indicó fielmente al pueblo la magnitud de su pecado. Era únicamente el poder de Dios lo que les había conservado la vida en el “desierto grande y espantoso, lleno de serpientes venenosas y de escorpiones; que en una tierra de sed y sin agua”. Deuteronomio 8:15. Cada día de su peregrinación habían sido guardados por un milagro de la divina misericordia. En toda la ruta en que Dios los había conducido, habían encontrado agua para los sedientos, pan del cielo que les mitigara el hambre, y paz y seguridad bajo la sombra de la nube de día y el resplandor de la columna de fuego de noche. Los ángeles les habían asistido mientras subían las alturas rocosas o transitaban por los ásperos senderos del desierto. No obstante las penurias que habían soportado, no había una sola persona enferma en todas sus filas. Los pies no se les habían hinchado en sus largos viajes, ni sus ropas habían envejecido. Dios había subyugado y dominado ante su paso las fieras y los reptiles venenosos del bosque y del desierto. Si a pesar de todos estos notables indicios de su amor el pueblo continuaba quejándose, el Señor iba a retirarle su protección hasta cuando llegara a apreciar su misericordioso cuidado y se volviera hacia él, arrepentido y humillado.


Porque había estado escudado por el poder divino, Israel no se había dado cuenta de los innumerables peligros que lo habían rodeado continuamente. En su ingratitud e incredulidad había declarado que deseaba la muerte, y ahora el Señor permitió que la muerte le sobreviniera. Las serpientes venenosas que pululaban en el desierto eran llamadas serpientes ardientes a causa de los terribles efectos de su mordedura, pues producía una inflamación violenta y la muerte al poco tiempo. Cuando la mano protectora de Dios se apartó de Israel, muchísimas personas fueron atacadas por estos reptiles venenosos.


Hubo entonces terror y confusión en todo el campamento. En casi todas las tiendas había muertos o moribundos. Nadie estaba seguro. A menudo rasgaban el silencio de la noche gritos penetrantes que anunciaban nuevas víctimas. Todos estaban atareados para asistir a los dolientes, o con cuidado angustioso trataban de proteger a los que aun no habían sido heridos. Ninguna murmuración salía ahora de sus labios. Cuando comparaban sus dificultades y pruebas anteriores con los sufrimientos por los cuales estaban pasando ahora, aquéllas les parecían baladíes.


El pueblo se humilló entonces ante Dios. Muchos se acercaron a Moisés para hacerle sus confesiones y súplicas. “Hemos pecado -dijeron- por haber hablado contra Jehová y contra ti”. Números 21:7-9. Poco antes lo habían acusado de ser su peor enemigo, la causa de todas sus angustias y aflicciones. Pero aun antes que las palabras dejaran sus labios, sabían perfectamente que los cargos eran falsos; y tan pronto como llegaron las verdaderas dificultades, corrieron hacia él como a la única persona que podía interceder ante Dios por ellos.


“Ruega a Jehová -clamaron- que quite de nosotros estas serpientes”.


Dios le ordenó a Moisés construir una serpiente de bronce semejante a las vivas, y que la levantara ante el pueblo. Todos los que habían sido picados debían mirarla y encontrarían alivio. Hizo lo que se le había mandado, y por todo el campamento cundió la grata noticia de que todos los que habían sido mordidos podían mirar la serpiente de bronce, y vivir. Muchos habían muerto ya, y cuando Moisés hizo levantar la serpiente en un poste, hubo quienes se negaron a creer que con solo mirar aquella imagen metálica se iban a curar. Estos perecieron en la incredulidad. No obstante, hubo muchos que tuvieron fe en lo provisto por Dios. Padres, madres, hermanos y hermanas se dedicaban afanosamente a ayudar a sus deudos dolientes y moribundos a fijar los ojos lánguidos en la serpiente. Si ellos, aunque desfallecientes y moribundos, podían mirarla una vez, se restablecían por completo.








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